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LA FELICIDAD COMO ANHELO NATURAL DEL HOMBRE

“Puesto que cada uno apetece su propia perfección, uno apetece como fin último aquello que apetece como bien perfecto y completivo de sí mismo. Por eso dice San Agustín: ‘Llamamos ahora fin de un bien, no a lo que se consume para no ser, sino a lo que se perfecciona para ser plenamente’. Es menester, por tanto, que el fin último colme de tal manera todo el apetito del hombre, que no le quede nada que apetecer fuera de él”. Summa Theol., 1-2, q.1, a.5.
Por el término ‘felicidad’ no se entiende otra cosa sino el bien perfecto de la naturaleza intelectual”. Summa Theol., 1, q.26, a.1

Preguntas centrales:

1. ¿Qué motiva al hombre a actuar?
2. ¿Qué es lo que se persigue en último término con cada acción que se realiza?
3. ¿Consiste la felicidad en algo distinto para cada hombre o existe un contenido objetivo para determinar lo que es?

Respuestas centrales:
1. En todo acto se persigue un bien. Siempre que se actúa es porque se busca la consecución de algo que se percibe como bueno, o que comportará alguna perfección deseada.
2. Es propio del hombre obrar buscando un bien, pero todos los bienes se ordenan a otros según su perfección. Es necesario que exista en él la tendencia hacia un bien o último o supremo, que ordene toda la vida del hombre y dé sentido a toda búsqueda de bien.
3. Existe un criterio objetivo para determinar la felicidad: la perfección y plenitud de la naturaleza humana. Este tiene su centro en la dimensión espiritual del hombre y se da propiamente en la contemplación del Bien Supremo.

Desarrollo del contenido:
1. El hombre se mueve a sí mismo siempre en la búsqueda de un fin.
El hombre tiende a distintos bienes. Así, el hombre apetece comer, descansar, vestirse de una determinada forma, hacer ejercicios, divertirse, se relaciona con personas, trabaja, ama y posterga sus intereses por los de otros. Pero estos bienes que persigue no tienen un mismo valor. Unos se ordenan a otros, pues algunos se quieren únicamente en vista de conseguir otro bien, que se quiere por sí mismo. Así ocurre, por ejemplo, con la salud. Uno se cuida, se alimenta de cierta manera o evita hacer algunas cosas para conservar la salud. Y desde esta perspectiva, la salud opera a modo de fin: es el objetivo que se quiere alcanzar, y que es lo que se tiene presente cuando se realizan las otras cosas, que son medios para conseguir dicho fin. Pero, a su vez, la salud no se quiere únicamente por sí misma, si no que se quiere el bien de la salud para estar más dispuesto a hacer otras cosas que signifiquen un bien mayor: con salud se trabaja mejor, se goza más de las alegrías de la vida, se dispone la persona al estudio, etc. Desde esta perspectiva entonces, la salud es un fin intermedio, que aunque se persigue bajo razón de fin, funciona más bien cómo un medio apetecible que se ordena a la consecución de otro bien más importante.
Los principios o la causa primera de cualquier acto son los fines en razón de los cuales se obra: el fin es “lo primero en el entendimiento y lo último en su consecución”. Por esto, los medios no se desean por sí mismos y de ahí su nombre: son lo que “media” entre el agente que obra y el fin que éste persigue. Y si la voluntad, a través del entendimiento, tiende a la consecución de algún medio, es siempre por causa del fin, como en el caso del dinero, que siempre se quiere en vistas de adquirir algún bien, o en el caso de una herramienta que se desea para arreglar algo. Por eso, sin fin no hay medios que se puedan querer. Como explica Santo Tomás, a un médico en tanto que es médico sólo se lo quiere porque es causa o medio de recuperar la salud; pero uno puede querer recuperar ésta pero no desear la asistencia de un médico. Sin un fin no hay operación, por eso deben preexistir los fines para que puedan realizarse las obras.

2. La felicidad es la razón de todas las acciones humanas.
En cada acción consciente, la persona humana siempre busca un determinado fin u objetivo.
Pero debe decirse más: todos los fines que el ser humano persigue, sean los que sean, deben ordenarse necesariamente hacia un único fin, que tiene por tanto carácter de último. ¿Qué es el fin último? Aquella finalidad más profunda de nuestras acciones, que es motivo de hacer todo lo que hacemos en la vida, y más allá de la cual ya no se busca otra cosa (es, por tanto, ‘último’). Este fin, por lo tanto, debe buscarse por sí mismo y nunca como ‘medio’ para otra cosa, pues entonces no sería “último”. De no existir un fin último por el cual obrar, se seguiría una cadena infinita de fines que no terminaría nunca, y así también nunca nos podríamos decidir a hacer nada. Ese fin último es lo que llamamos ‘felicidad’. De manera que la felicidad o fin último debe consistir en la perfecta posesión de un bien querido por sí mismo, fuera del cual nada más se necesita. Este bien debe recibir el nombre de “Bien Supremo”, pues allá de él no se puede buscar ningún otro fin. Este bien supremo, entonces, sería aquel bien que, luego de su consecución satisficiera al hombre del todo y no se necesitara ya ningún otro bien para hacernos felices. El bien supremo, por tanto, debe consistir en una cierta plenitud en el bien, pero no en cualquier bien, sino que en el bien supremo.
Lo que mueve a los hombres a actuar o a seguir viviendo es la esperanza de alcanzar la felicidad.
Al principio de la “Ética a Nicómaco”, Aristóteles comenta que todas las personas están de acuerdo en que lo que quieren para su vida es que les vaya bien o, en otras palabras, ser felices. Pero que no existe consenso acerca de qué sea o en qué consista la felicidad que todos los hombres desean alcanzar. Para abordar este tema es necesario resolver tres problemas o preguntas. La primera consiste en averiguar qué es la felicidad y, consecuentemente con esto, si ésta consiste en lo mismo para todas las personas por igual o si varía según cada quién o si cambia según cada cultura o momento de la historia determinado. El segundo problema a resolver consiste en averiguar si es que es posible conseguir esa plenitud en el bien en esta vida.
Respecto de lo primero, sabemos que todos los seres humanos buscan invariablemente la felicidad, pero seguidamente se comprueba que existen muchas formas de concebirla, dada las distintas formas de vida que tiene cada persona o la amplia variedad que tiene la idea de felicidad según las culturas y los pueblos. No obstante, dichas concepciones tienen siempre algunas notas en común. Por ejemplo, dada la naturaleza social del hombre, no se puede concebir la felicidad sin gente con quien compartirla, o con quienes se comparta un mismo ideal de felicidad. También es común que cualquier idea de felicidad incluya un estado de paz y goce interior, o la percepción de que con la vida se está haciendo lo correcto. Pero más allá de tratar de buscar las similitudes que existen entre las distintas formas de entender la felicidad, hay un hecho que es más importante aún, y que es absolutamente idéntico en todos los hombres: existe una sola naturaleza humana igual para todos. Vemos ciertamente que todos los animales de una misma especie se comportan de un mismo modo. No depende de cada perro en particular la elección de cómo comportarse y cómo dirigirse hacia su fin último, que es conservar la especie. Aún más, las plantas lo mismo que los animales buscan en último término conservar la especie, según lo atestigua la biología. Santo Tomás recuerda que “toda naturaleza busca su perfección”.
Pero el hombre también tiene una naturaleza o esencia. La prueba de ello es que, por muy distintas que sean dos personas de continentes lejanos y que pertenezcan a distintas culturas, a ambos los llamamos “seres humanos”. Parecería entonces extraño que haya entre los hombres tantas ideas disímiles respecto de qué sea la felicidad. La respuesta es que el hombre por naturaleza es libre. Como se verá en sesiones siguientes, por la libertad el hombre no se comporta como “programado de antemano” para hacer los mismos actos, sino que se determina desde sí mismo. Por eso es que tiene mayor automovimiento, como se vio en sesiones anteriores. El hombre, entonces, desea naturalmente su perfección, al igual que todos los otros seres del cosmos, pero precisamente porque pertenece a su naturaleza ser libre, es que busca su perfección libremente. Y así como un animal no puede “decidir” no tener como fin último preservar la especie, el hombre, por su naturaleza, no puede no buscar su felicidad o plenitud, con la diferencia que la busca de modo libre.
Esta felicidad como es fácil atestiguarlo en la experiencia cotidiana, consiste en algo mucho más profundo que tan solo preservar la especie. En síntesis, es menester que el fin último de la vida humana consista en lo mismo para todas las personas de todos los lugares y de todos los tiempos.
Dado que el hombre no se dio a sí mismo su naturaleza, el contenido de la felicidad no puede variar según las personas, pues todas las personas, en tanto que son hombres, tienen la misma naturaleza.
Si la felicidad es aquello que satisface los anhelos de la naturaleza humana, y ya que todos los hombres tenemos una misma naturaleza, entonces el ‘bien supremo’ que da la felicidad absoluta debe ser el mismo para todas las personas. La felicidad, aunque se la busque de modo personal y pueda darse a través de muchas vías distintas, debe consistir en la plenitud del hombre en cuanto que es hombre. En cuanto que se pertenece al género humano, el bien supremo ha de consistir en lo mismo para todos; pero en cuanto que se es una persona en concreto y que tiene carácter libre, ese bien supremo objetivo se busca por caminos distintos y personales. La tendencia humana hacia el bien supremo es la misma e igual para todos en la medida en que la naturaleza humana no depende de lo que el hombre mismo quiera que esta sea, puesto que le fue dada. Esto no puede ser objeto de elección por parte del hombre, pero sí puede ser objeto de elección el modo a través del cual conducimos nuestra vida hacia ese fin último naturalmente dado y que, por tanto, es naturalmente anhelado.

3. Naturaleza del Bien Supremo.
Queda dilucidar el contenido objetivo del Bien Supremo. Si el bien tiene razón de fin, y el fin como lo definimos anteriormente es lo primero en el entendimiento y lo último en su consecución, la pregunta por el Bien Supremo va relacionada con la pregunta acerca de las motivaciones. ¿Qué motiva al hombre a obrar? En un sentido absoluto, la felicidad. Pero ¿qué tipo de bienes motivan al hombre a obrar? En principio, muchas cosas diferentes y de diversa índole, desde conseguir alimento para sobrevivir, hasta el amor a la familia, pasando por la búsqueda de honores y de placeres. Pero la pregunta precisa es, más bien ¿qué tipo de bien o bienes motiva en último término los actos humanos? Esta pregunta tiene ya relación con el fin último del hombre, con aquel fin que, por ser último, tiene el carácter de rector de toda la vida humana.
Hasta aquí, se podrían encontrar tantas respuestas como personas existan y han existido. Y desde esta perspectiva, el contenido de aquel bien supremo sería relativo y dependería del parecer de cada persona. Pero como ya vimos, el hombre tiene una naturaleza específica y común para todos los hombres. Entonces, la pregunta acerca de qué sea la felicidad o en qué consista el bien supremo, no puede ir separada de la pregunta de carácter filosófico realmente importante: Qué es el ser humano. Y de la respuesta que se le dé a este cuestionamiento depende la respuesta acerca de la felicidad humana, pues según lo que sea el ser humano, puedo saber, seguidamente, en qué consiste la plenitud o felicidad del ser humano. No se puede contestar la pregunta acerca de la felicidad humana sin que se tenga, al menos implícitamente, una idea del ser humano. Y como todas las personas anhelan su felicidad, la pregunta acerca de qué sea el hombre es de vital importancia para la felicidad.
Hemos visto en sesiones anteriores que el hombre está constituido por un cuerpo, pero ese cuerpo es vivificado o actualizado por un alma que, a diferencia de la del resto de los seres vivos, no es tan sólo la forma de un cuerpo, sino que es un alma subsistente por sí misma y, por lo tanto, inmortal. Esta alma de carácter espiritual es la causa por la cual podemos ejercer operaciones inmateriales tales como el entender, como se vio en las sesiones acerca del alma y del entendimiento. Partiendo de esa base, de que al hombre se lo puede definir por esta alma espiritual, es que Tomás, siguiendo a Aristóteles, concuerda en que “la felicidad consiste en la más perfecta operación de la más perfecta de las facultades”. Si lo que define al hombre es su alma intelectiva, y de ésta emana la facultad del entendimiento, Aristóteles concluye que la plenitud humana debe consistir en un acto de la “facultad más perfecta”, es decir, el entendimiento.
Lo que está en acto en el entendimiento es algo que de algún modo se posee. La felicidad, como lo dijimos anteriormente, debe consistir en la perfecta posesión de un bien querido por sí mismo, fuera del cual nada más se necesita. Esta posesión, es entonces de naturaleza intelectual. El bien supremo, y la felicidad por tanto, tienen consecuentemente este carácter intelectual.
Ahora bien, la perfecta posesión de este bien querido por sí mismo incluye el goce de ese bien. Pero el gozo no es lo mismo que el placer. El placer dice relación con el disfrute de un bien corpóreo, y el goce, se corresponde con el disfrute de un bien espiritual. No es lo mismo, por ejemplo, comer algo que nos gusta mucho que ser padre por primera vez o ver a un hijo graduarse o graduarse uno mismo de la universidad. Y como el hombre no se define únicamente por ser un cuerpo, sino que por su espíritu, que es de donde emana la facultad del entendimiento, no pueden ser los placeres corpóreos, por muy intensos y frecuentes que sean, el bien supremo del hombre. Ha de consistir en el goce de un bien espiritual. Toda apetencia, nos recuerda Santo Tomás, está ordenada al deleite del bien que se apetece, pero no hay goce si no hay posesión. Pero todo el hombre está ordenado, como se vio en la sesión Nº 6, a que operen las facultades superiores. Y de ellas, el entendimiento y la voluntad, el entendimiento es más perfecto. Por lo tanto, todas las apetencias están ordenadas al goce o deleite del entendimiento. Santo Tomás agrega aún más argumentos para mostrar cómo la felicidad plena no puede estar en el deleite de los placeres corpóreos (comida, bebida, placeres carnales, comodidades). Argumenta que estos placeres son de índole finita, duran un tiempo determinado y luego se acaban, y por lo tanto, siempre se está en continua apetencia de más placeres. Además, a medida que se viven más placeres carnales, la capacidad de deleite va necesariamente disminuyendo por saturación. Es imposible que se encuentre la plenitud en este tipo de bienes, que sin ser malos en sí mismos, no pueden significar en sí mismos la plenitud humana. El bien supremo, para ser verdaderamente el fin último de la existencia humana, ha de consistir en la posesión de un bien de naturaleza inmaterial, que trascienda al tiempo, y por eso debe consistir en un bien intelectual. En esto, concuerdan, entre otros, Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás: la actividad más perfecta del hombre es la contemplación. Esto no es meramente el estudio o la lectura, como podría interpretarse al decir que la felicidad es un goce intelectual. La contemplación dice relación con el goce que se experimenta al reflexionar una y otra vez acerca de algo que se entiende. Pero este deleite de tipo intelectual aumenta en la medida en que el objeto contemplado es más perfecto. Podemos contemplar a un gato o a un árbol o un paisaje, pero el goce es mayor cuando se contempla a una persona humana, pues es lo más perfecto en la naturaleza: hay más que entender en ella que en cualquier otra cosa existente en el cosmos. Y también se extiende esto al arte, cuyo fin último es que los hombres contemplen la belleza de la obra del artista, que está referida necesariamente a todo lo que existe. Cuando el hombre contempla, es capaz de maravillarse de todo cuanto es, y en la medida en que aumenta la perfección del ser contemplado, aumenta el goce de la contemplación. Y esto, que puede parecer algo extraño o poco frecuente, no lo es tanto si lo contrastamos con la realidad. Para comprobarlo, y a modo de ejemplo, hace falta tan sólo ver a una madre con su hijo en brazos y observarla con qué goce lo contempla. Aparentemente podría estar tan sólo teniendo a su hijo en brazos; pero está efectuando con plenitud el acto intelectual de la contemplación, y es feliz sencillamente por el hecho de que el hijo exista y sea quién es.

4. La felicidad humana sólo es posible a través del amor.
Esto se toca con el tema del amor. Sólo puede amarse lo que previamente se conoce. Y en la medida en que se va conociendo al “objeto” (en la medida en que va apareciendo al entendimiento humano la bondad del ser contemplado) se lo va amando más. Pero la mayor o menor bondad y belleza de un ente depende de su perfección. Así, todo el cosmos es contemplable, pero más lo será aquello que sea lo más perfecto y, como hemos mencionado, lo más perfecto en la naturaleza es el hombre. Por eso los hombres necesitan no tan sólo la mera presencia de otras personas para poder ser felices, sino que es necesario también que las ame, para poder ser capaz de contemplarlas.
Pareciera también que la contemplación se opone a la acción. Pero la experiencia de todos indica lo contrario. No tan sólo se puede contemplar estando quieto y no haciendo ninguna actividad aparente. Para contemplar sólo hace falta que el objeto de la contemplación esté en la mente de la persona, entendida toda su bondad y belleza. En el padre o madre que trabaja y se sacrifica por su familia, o en aquél que obra en vistas del bien de un amigo, está también de algún modo presente en su entendimiento la persona que ama y que lo mueve a obrar. Cuando se ama, todas las obras que se hacen, por arduas que sean, adquieren sentido, porque el fin último es contemplar la felicidad de los seres que ama. Eso produce el entendimiento y la consecuente contemplación de que la propia vida no es inútil, porque sirve para otras personas. El amor de otros es la forma más humana del valor de la propia existencia. Lo que mueve a la madre a esmerarse en cocinar algo bueno para el hijo no es tanto el goce de mezclar ingredientes como el ver posteriormente a su hijo, que ama, deleitándose con lo que ella hizo. Posiblemente el que trabaja arduamente no consiga tanto goce en su labor misma que hace, pero lo puede hacer con agrado de todos modos, porque puede contemplar anticipadamente el bien que podrá hacer a los que ama con el fruto de su trabajo. Una persona que actúa egoístamente, es decir, movida únicamente por su propio interés, quedará subutilizada, porque consta de un sin fin de potencialidades que sólo en el servicio a otros se pueden ocupar en plenitud.
La experiencia comprueba que muchas veces las personas hacen por otros lo que nunca harían por ellos mismos.
El sentido de la vida de cada persona, entonces, que tiene que ver con su proyecto personal, adquiere su dimensión propia en la medida en que se vive una vida orientada hacia el amor de sus semejantes. Cada persona puede y debe construir su propio proyecto personal, con la condición que tenga como fundamento último la donación de la propia vida.
Y en este sentido, las personas se hacen felices por distintos caminos. Pero el contenido de aquella felicidad o plenitud que anhela alcanzar según su propio camino, consiste en lo mismo para todos: la contemplación de las personas que se ama. La experiencia cotidiana confirma que en la entrega de sí mismo por amor verdadero a otros (aunque esto implique grandes sacrificios) el ser humano encuentra una alegría íntima, que ningún bien particular de este mundo le puede otorgar.
Dicho a la inversa, todos los bienes de este mundo reunidos no pueden dar al hombre ni una sombra del gozo íntimo que significa el poder servir a otros con amor desinteresado. En esta entrega se encuentra una plenitud de sentido que no nos la puede dar la satisfacción de ninguna necesidad.
¿Son los seres queridos, entonces, aquel bien supremo que es querido por sí mismo y que aquieta completamente los anhelos humanos? A la felicidad humana no se puede acceder de otro modo que no sea este. Pero esto es distinto a decir que las personas que se aman sean el bien supremo del hombre. La persona humana está esencialmente abierta al infinito, porque es inherente a ella el anhelo de conocimiento de todo lo que les rodea y de todo lo posiblemente existente. Pero todas las cosas que conoce son seres finitos: tarde o temprano, mueren, y tampoco tienen toda la perfección a la que está abierto el ser humano. Por muy perfecta, conocida y amada que sea una persona, no puede, por ella misma, satisfacer todo el anhelo del hombre. Todo ser es limitado, y por lo tanto, no puede satisfacer la facultad humana del entendimiento, que se define precisamente por estar abierta al bien y la verdad universal. Siempre habría algo por conocer, alguna persona a quien amar o por quien ser amado. En consecuencia, los anhelos de la persona humana sólo pueden quedar saciados en la donación y contemplación de un ser que tenga todas las perfecciones, fuera del cual nada faltaría. Y ese es Dios. Todas las cosas que existen tienen sus perfecciones propias porque participan de la perfección del Ser Absoluto, fuera del cual nada hay ni podría haber.
El fin último del hombre, que es el Bien Supremo, debe poder dar cumplida satisfacción a todos los deseos humanos, pues fuera de él ya nada se puede desear. Pero, como dice Tomás, “eso en esta vida es imposible. Pues cuando más entiende (y contempla) el hombre, tanto más se despierta en él el deseo de saber. Cuando algo es más querido y deseado, tanto más dolor y tristeza produce su pérdida. Lo que más se desea y ama es la felicidad, por lo que su pérdida produce la mayor tristeza. Pero si en esta vida se consiguiera el último fin del hombre, con seguridad se le perdería, al menos por la muerte”.
Pongamos nuestra motivación donde la pongamos, y busquemos los fines que sean, siempre, al menos, estará ante nosotros la presencia de la muerte, que pone fin al goce del bien amado, o de la posible felicidad. Toda vida plena que se pudiese alcanzar queda determinada por el tiempo.
Cualquier dicha necesariamente se acaba con la muerte; de hecho, la perspectiva del paso del tiempo parece que puede disminuir cualquier felicidad de este mundo. El futuro mueve a angustia, por que no se sabe si el bien que se posee seguirá estando presente en la vida y por lo tanto seguirá haciendo feliz la existencia. El momento presente, por feliz que sea, siempre es limitado. Por eso es que muchos definen la felicidad como un estado que se da sólo por momentos. En esta vida, el anhelo de plenitud del hombre siempre se ve coartado por la temporalidad inherente a la vida humana, que termina con la muerte. Con los connaturales dolores y sufrimientos que conlleva la vida, ciertamente es posible decir que se es feliz o, en el ocaso de la propia existencia, que se tuvo una vida feliz. Pero el descanso en el bien supremo y que, por lo tanto no perece, no se puede conseguir en esta vida.
Ante esto, la existencia de Dios se hace necesaria. Pero no en el sentido de que el hombre “tenga que crear a Dios” o a un Ser Supremo para poder ser feliz porque le hace falta -como lo afirman algunos filósofos-; sino que, por estar el hombre abierto al infinito, necesariamente ha de consistir su plenitud en la contemplación y donación a un ser también infinito. Esto es lo que explica la existencia de todas las religiones: el anhelo de poder contemplar lo Absoluto o Aquél por el cual todas las cosas existen.
A estas alturas, podemos decir con G. K. Chesterton que "sólo hay un propósito en esta vida y es éste un propósito que está más allá de esta vida”.
Anexo.
Glosario:
Fin: es el bien perseguido, que opera a modo de principio ordenador de los actos.
Medio: Son los actos concretos que se realizan en vistas de alcanzar un fin determinado.
Bien: Aquello que perfecciona a la naturaleza, y en vistas de lo cual se obra.
Bien Supremo: Es el bien querido absolutamente por sí mismo, fuera del cual nada más se necesita.
Felicidad: Es la complacencia en la posesión del bien supremo.

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